miércoles, 13 de noviembre de 2013

Broadway

Claudio T tenía la facultad más que peculiar. Cuando se disponía a hablar todo su alrededor se convertía en un número musical. Lo cierto es que daba gozo ver las monótonas reuniones de trabajo convertidas en coreografías, con todos sus compañeros cantando y danzando alegremente, de un lado para otro de la sala de reuniones, mientras cientos de bailarinas, completamente engalanadas, les acompañaban con impresionantes números de claqué. 
A su familia y amigos le pasaba lo mismo. Su casa, a veces se transformaba en un escenario sin fondo, con piscina olímpica incluida donde bailarinas, ataviadas con gorros llenos de margaritas de plástico, nadaban y se sumergían al unísono creando calidoscópicas figuras mientras él le cantaba a su madre lo rica que le había quedado la sopa de pescado a le agradecía a su padre que le hubiese pasado la sal.
Su novia Felismunda F tuvo que acostumbrarse a ello. Al principio le costó. Lo conoció un sábado de abril en una discoteca y ya allí le montó un numero lleno de luces y colores al ritmo de música disco. Ella se lo pasó bomba porque rápidamente se contagió de su gracia musical. Eso era tambien uno de los dones de Claudio. Podía hacer bailar y cantar a cualquiera sin que realmente supieran, es más les podía hacer cantar en diferentes idiomas sin conocerlos o llegar a dominarlos.
El día de su boda todo el mundo bailó y cantó como nunca (incluido el abuelo de la novia, que iba con mascarilla y silla de ruedas) acabando el numero musical todos de cara a una hipotética cámara de cine sonriendo y estáticos como si fuesen una estatua.
Cuando nació Harpo, su primer hijo, la sala de partos se transformó en un gran escenario urbano, con cancha de baloncesto, sonido de sirenas y bandas callejeras incluidas; he de decir que hasta hubo vitoreos y aplausos (enlatados) y todo porque él simplemente le daba ánimos a su mujer (“Sopla, sopla” se titulaba le canción que cantaba sin soltarle de la mano) Mientras, enfermeras, ginecólogo, anestesista y matrona montaban un numero de Dance Street digno de un Tony (sobre todo la matrona que la mujer ya estaba fondona y entrada en años pero lo hizo de fábula)
Con Vanessa, su hija, el escenario era cósmico pero muy espectacular. Había fuentes de agua y rayos láser y un OVNI de tamaño descomunal descendió junto a ellos, donde un ser, a modo de extraterrestre le entregaba a su hija cantándole una bonita canción de cuna.
Sí, que voy a decir, la vida de Claudio era una macedonia de soliloquios, duetos, tercetos, cuartetos, quintetos y corales con orquesta de cien músicos y bailarines engalanados. A él no le molestaba, nunca había sido de otra forma, por lo que no echaba de menos el no cantar y bailar hasta en sueños.
El día que murió fue muy emotivo. Allí estaba él, viejecito, encartonado, en su cama, rodeado de los suyos (orquesta y bailarines incluidos) Cantaba una canción llamada “Me voy, pero os amo”. Un chorro de luz descendía enfocando el lecho de muerte, rompiendo de penumbra. Los allí presentes, entristecidos, se tomaron de los hombros y murmuraron al unísono la partitura a modo de coro. El numero ponía los pelos de punta. Las lágrimas eran aludes vertiéndose por las mejillas a toda velocidad. Claudio levantó el dedo al infinito, soltó la ultima nota y su brazo se desplomó. La orquesta dio sus últimos acordes, dramáticos y pomposos. Los allí presentes corearon el estribillo una vez más y poco después se bajó el telón. No hubo bises. Pero si muchos aplausos. Esta vez de verdad.

©Richard Anthony Archer 2012

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