Claudio T tenía la facultad más que
peculiar. Cuando se disponía a hablar todo su alrededor se convertía
en un número musical. Lo cierto es que daba gozo ver las monótonas
reuniones de trabajo convertidas en coreografías, con todos sus
compañeros cantando y danzando alegremente, de un lado para otro de
la sala de reuniones, mientras cientos de bailarinas, completamente
engalanadas, les acompañaban con impresionantes números de claqué.
A su familia y amigos le pasaba lo
mismo. Su casa, a veces se transformaba en un escenario sin fondo,
con piscina olímpica incluida donde bailarinas, ataviadas con gorros
llenos de margaritas de plástico, nadaban y se sumergían al unísono
creando calidoscópicas figuras mientras él le cantaba a su madre lo
rica que le había quedado la sopa de pescado a le agradecía a su
padre que le hubiese pasado la sal.
Su novia Felismunda F tuvo que
acostumbrarse a ello. Al principio le costó. Lo conoció un sábado
de abril en una discoteca y ya allí le montó un numero lleno de
luces y colores al ritmo de música disco. Ella se lo pasó bomba
porque rápidamente se contagió de su gracia musical. Eso era
tambien uno de los dones de Claudio. Podía hacer bailar y cantar a
cualquiera sin que realmente supieran, es más les podía hacer
cantar en diferentes idiomas sin conocerlos o llegar a dominarlos.
El día de su boda todo el mundo bailó
y cantó como nunca (incluido el abuelo de la novia, que iba con
mascarilla y silla de ruedas) acabando el numero musical todos de
cara a una hipotética cámara de cine sonriendo y estáticos como si
fuesen una estatua.
Cuando nació Harpo, su primer hijo, la
sala de partos se transformó en un gran escenario urbano, con cancha
de baloncesto, sonido de sirenas y bandas callejeras incluidas; he de
decir que hasta hubo vitoreos y aplausos (enlatados) y todo porque él
simplemente le daba ánimos a su mujer (“Sopla, sopla” se
titulaba le canción que cantaba sin soltarle de la mano) Mientras,
enfermeras, ginecólogo, anestesista y matrona montaban un numero de
Dance Street digno de un Tony (sobre todo la matrona que la mujer ya
estaba fondona y entrada en años pero lo hizo de fábula)
Con Vanessa, su hija, el escenario era
cósmico pero muy espectacular. Había fuentes de agua y rayos láser
y un OVNI de tamaño descomunal descendió junto a ellos, donde un
ser, a modo de extraterrestre le entregaba a su hija cantándole una
bonita canción de cuna.
Sí, que voy a decir, la vida de
Claudio era una macedonia de soliloquios, duetos, tercetos,
cuartetos, quintetos y corales con orquesta de cien músicos y
bailarines engalanados. A él no le molestaba, nunca había sido de
otra forma, por lo que no echaba de menos el no cantar y bailar hasta
en sueños.
El día que murió fue muy emotivo.
Allí estaba él, viejecito, encartonado, en su cama, rodeado de los
suyos (orquesta y bailarines incluidos) Cantaba una canción llamada
“Me voy, pero os amo”. Un chorro de luz descendía enfocando el
lecho de muerte, rompiendo de penumbra. Los allí presentes,
entristecidos, se tomaron de los hombros y murmuraron al unísono la
partitura a modo de coro. El numero ponía los pelos de punta. Las
lágrimas eran aludes vertiéndose por las mejillas a toda velocidad.
Claudio levantó el dedo al infinito, soltó la ultima nota y su
brazo se desplomó. La orquesta dio sus últimos acordes, dramáticos
y pomposos. Los allí presentes corearon el estribillo una vez más y
poco después se bajó el telón. No hubo bises. Pero si muchos
aplausos. Esta vez de verdad.
©Richard
Anthony Archer 2012
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