miércoles, 13 de noviembre de 2013

El fin de los días

Sucedió en todo el mundo, en cualquiera de los grandes o pequeños museos repartidos a lo largo de pueblos o ciudades. Una mañana, de golpe y porrazo, las pinturas de los cuadros comenzaron a desvanecerse. Todas y cada una de ellas iban perdiendo paulatinamente su magia, su carisma, su color... Se estaban convirtiendo poco a poco en simples esbozos. Algunas, quizás las más importantes, se habían emborronado tanto que era prácticamente irreconocibles. También las había que se habían transformado en simples lienzos en blanco. Con las estatuas y resto de esculturas sucedía tanto de lo mismo. En este caso las obras se habían vuelto blandas, como un grupo de helados expuestos al sol. Incluso muchas no eran más masas de piedra carentes de significado o expresión.
La noticia conmovió a todos. Tanto a expertos como a críticos, a amantes del arte como a detractores o desconocedores del mismo. El pánico fue tal que incluso se rumoreaba que ya les estaba sucediendo lo mismo a la literatura, al cine o a la música.
Se creó un grupo de especialistas de emergencia, expertos en conservación, bellas artes, ingenieros químicos y otras doctrinas para tratar de buscar respuesta ante semejante fenómeno y poner una solución a ello lo antes posible. Pero por mucho que debatieron e investigaron no hallaron respuesta alguna, ¿hipótesis? cientos de ellas, pero todas ellas tan inverosímiles como absurdas. Mientras tanto las obras de arte languidecían y agonizaban a pasos agigantados. La gente, curiosa, se agolpaba a millares en las puertas de los museos tratando de entrar y ver con sus ojos como obras de Van Gogh, Miró, Da Vinci, Donatello, Picasso, Dalí, El Bosco, Gauguin, Henry Moore, Boticcelli, Alexander Calde, Turner o Toulouse─Lautrec, entre otros, iban desapareciendo. Hubo hasta asaltos, muchos heridos y algunos muertos. Aquello era la debacle, por lo que al final se optó por cerrar todos los museos y protegerlos con el ejercito.
Pasó el tiempo y sucedió que, desde en el instante que los museos fueron clausurados, las obras allí expuestas dejaron de desvanecerse. Ojo, tampoco se recuperaron ni volvieron a ser las mismas. Nunca. Simplemente detuvieron o apaciguaron su degradación. Había casos como el de La Gioconda, o Los Girasoles que ya eran irreversibles. No había nada que hacer con ellos. Desaparecidos para siempre, otros como por ejemplo las obras de Goya, habían tomado otro cariz, sobre todo los retratos de la Familia de Carlos V o Las Majas que ahora se asemejaban más a obras de Juan Gris o Kandisnky.
Sucedió que unos años más tarde grandes monumentos como: la Torre Eiffel, la de Pisa, el Puente Rialto, El Coliseo, La Sagrada Familia, La Gran Muralla o El Monte Rushmore y muchos más empezaron a sufrir la misma suerte. O bien perdían su encanto paulatinamente, transformándose en obras insípidas, o bien se precipitaban al vacío dejando a su paso un reguero de muertos y destrucción. Volvieron a reunirse los expertos y de nuevo no sacaron conclusiones lo suficientemente satisfactorias. Mientras tanto el mundo ya era un caos.
Una tarde apareció en el edificio de la ONU, un personaje insignificante aunque peculiar. Era un caballero bajito, muy delgado, ataviado con una gabardina rala, gris y vestía su cabeza con un sombrero diminuto en forma de bombín. Fumaba sin parar de una pipa incrustada entre su labio inferior y un gran bigote negro y tupido. En ese momento se había organizado una reunión urgente debido de todo el pleno tras el desmoronamiento del Palacio de Topkapi, la desaparición de la Pirámide Roja de Seneferu y la practica totalidad de las estatuas de la Isla de Pascua. El hombrecillo caminó hacia el atril y se presentó ante los allí reunidos como el Profesor Sven Ake Lindqvist. Los presentes lo miraron sorprendidos. Nadie se lo esperaba. Es más, se preguntaban como había logrado burlar todos los controles de seguridad. El hombrecillo, entre gritos e improperios, comentó que era catedrático de filosofía y sociología de la universidad de Estocolmo y dijo, de forma muy escueta (supongo debido a que sabía que no le dejarían hablar), que tenía la respuesta a todo lo que estaba sucediendo, eso sí, aunque no la solución. De repente se produjo un silencio.
El tal Sven Ake comentó que la culpa de que todas las obras de arte y monumentos hubieran desaparecido o, se encontrasen en grado de degradación, era única y exclusivamente por culpa del ser humano. Aclaró que no era por los humos de los coches, ni los flashes de las fotos, ni tocar los lienzos o las piedras... ni siquiera por la lluvia ácida. Para él toda la culpa nuestra.
─ Definiría el problema como un caso irreversible de “Contaminación Visual”. Basta con fijarse en la gente que visita museos y monumentos. La inmensa mayoría lo hace sin criterio ni respeto alguno. Son como estúpidos insectos que atraviesan raudos su nido sin percatarse en absoluto de lo maravilloso y esforzado que ha sido todo el trabajo de construcción. Ven pinturas, esculturas, sí, pero las devoran con sus ojos en fracciones de segundo como si fuesen comida basura. No paran a saborearlas, no las respetan. No niego que haya gente que lo haga, los hay, pero son muy contados. Las obras que hemos perdido por culpa de la Contaminación Visual no volverán jamas. Han sido prácticamente fagocitadas por nuestros ojos y a su vez impresas de cualquier forma en el cerebro ─ y sentenció: ─ Me temo anunciarles que actualmente no hay forma humana para poder extraerlas, de devolverlas a de nuevo a los lienzos. Se podrían pintar de nuevo, pero como ya saben ustedes, no sería lo mismo. En este momento los originales se encuentra desperdigados en millones de cabezas humanas. Si no encontramos una solución pronto, justo en el momento que haya muerto la última persona contempló una de esas obras, por lo menos una de ellas ya se habrá perdido cualquier esperanza. De momento sugiero a todas las naciones que para preservar lo poco que nos queda se prohíba a la humanidad admirar el poco arte que nos queda.

©Richard Anthony Archer 2012

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