Sucedió en todo el mundo, en
cualquiera de los grandes o pequeños museos repartidos a lo largo de
pueblos o ciudades. Una mañana, de golpe y porrazo, las pinturas de
los cuadros comenzaron a desvanecerse. Todas y cada una de ellas iban
perdiendo paulatinamente su magia, su carisma, su color... Se estaban
convirtiendo poco a poco en simples esbozos. Algunas, quizás las más
importantes, se habían emborronado tanto que era prácticamente
irreconocibles. También las había que se habían transformado en
simples lienzos en blanco. Con las estatuas y resto de esculturas
sucedía tanto de lo mismo. En este caso las obras se habían vuelto
blandas, como un grupo de helados expuestos al sol. Incluso muchas no
eran más masas de piedra carentes de significado o expresión.
La noticia conmovió a todos. Tanto a
expertos como a críticos, a amantes del arte como a detractores o
desconocedores del mismo. El pánico fue tal que incluso se rumoreaba
que ya les estaba sucediendo lo mismo a la literatura, al cine o a la
música.
Se creó un grupo de especialistas de
emergencia, expertos en conservación, bellas artes, ingenieros
químicos y otras doctrinas para tratar de buscar respuesta ante
semejante fenómeno y poner una solución a ello lo antes posible.
Pero por mucho que debatieron e investigaron no hallaron respuesta
alguna, ¿hipótesis? cientos de ellas, pero todas ellas tan
inverosímiles como absurdas. Mientras tanto las obras de arte
languidecían y agonizaban a pasos agigantados. La gente, curiosa, se
agolpaba a millares en las puertas de los museos tratando de entrar y
ver con sus ojos como obras de Van Gogh, Miró, Da Vinci, Donatello,
Picasso, Dalí, El Bosco, Gauguin, Henry Moore, Boticcelli, Alexander
Calde, Turner o Toulouse─Lautrec, entre otros, iban desapareciendo.
Hubo hasta asaltos, muchos heridos y algunos muertos. Aquello era la
debacle, por lo que al final se optó por cerrar todos los museos y
protegerlos con el ejercito.
Pasó el tiempo y sucedió que, desde
en el instante que los museos fueron clausurados, las obras allí
expuestas dejaron de desvanecerse. Ojo, tampoco se recuperaron ni
volvieron a ser las mismas. Nunca. Simplemente detuvieron o
apaciguaron su degradación. Había casos como el de La Gioconda, o
Los Girasoles que ya eran irreversibles. No había nada que hacer con
ellos. Desaparecidos para siempre, otros como por ejemplo las obras
de Goya, habían tomado otro cariz, sobre todo los retratos de la
Familia de Carlos V o Las Majas que ahora se asemejaban más a obras
de Juan Gris o Kandisnky.
Sucedió que unos años más tarde
grandes monumentos como: la Torre Eiffel, la de Pisa, el Puente
Rialto, El Coliseo, La Sagrada Familia, La Gran Muralla o El Monte
Rushmore y muchos más empezaron a sufrir la misma suerte. O bien
perdían su encanto paulatinamente, transformándose en obras
insípidas, o bien se precipitaban al vacío dejando a su paso un
reguero de muertos y destrucción. Volvieron a reunirse los expertos
y de nuevo no sacaron conclusiones lo suficientemente satisfactorias.
Mientras tanto el mundo ya era un caos.
Una tarde apareció en el edificio de
la ONU, un personaje insignificante aunque peculiar. Era un caballero
bajito, muy delgado, ataviado con una gabardina rala, gris y vestía
su cabeza con un sombrero diminuto en forma de bombín. Fumaba sin
parar de una pipa incrustada entre su labio inferior y un gran bigote
negro y tupido. En ese momento se había organizado una reunión
urgente debido de todo el pleno tras el desmoronamiento del Palacio
de Topkapi, la desaparición de la Pirámide Roja de Seneferu y la
practica totalidad de las estatuas de la Isla de Pascua. El
hombrecillo caminó hacia el atril y se presentó ante los allí
reunidos como el Profesor Sven Ake Lindqvist. Los presentes lo
miraron sorprendidos. Nadie se lo esperaba. Es más, se preguntaban
como había logrado burlar todos los controles de seguridad. El
hombrecillo, entre gritos e improperios, comentó que era catedrático
de filosofía y sociología de la universidad de Estocolmo y dijo, de
forma muy escueta (supongo debido a que sabía que no le dejarían
hablar), que tenía la respuesta a todo lo que estaba sucediendo, eso
sí, aunque no la solución. De repente se produjo un silencio.
El tal Sven Ake comentó que la culpa
de que todas las obras de arte y monumentos hubieran desaparecido o,
se encontrasen en grado de degradación, era única y exclusivamente
por culpa del ser humano. Aclaró que no era por los humos de los
coches, ni los flashes de las fotos, ni tocar los lienzos o las
piedras... ni siquiera por la lluvia ácida. Para él toda la culpa
nuestra.
─ Definiría el problema como un caso
irreversible de “Contaminación Visual”. Basta con fijarse en la
gente que visita museos y monumentos. La inmensa mayoría lo hace sin
criterio ni respeto alguno. Son como estúpidos insectos que
atraviesan raudos su nido sin percatarse en absoluto de lo
maravilloso y esforzado que ha sido todo el trabajo de construcción.
Ven pinturas, esculturas, sí, pero las devoran con sus ojos en
fracciones de segundo como si fuesen comida basura. No paran a
saborearlas, no las respetan. No niego que haya gente que lo haga,
los hay, pero son muy contados. Las obras que hemos perdido por culpa
de la Contaminación Visual no volverán jamas. Han sido
prácticamente fagocitadas por nuestros ojos y a su vez impresas de
cualquier forma en el cerebro ─ y sentenció: ─ Me temo
anunciarles que actualmente no hay forma humana para poder
extraerlas, de devolverlas a de nuevo a los lienzos. Se podrían
pintar de nuevo, pero como ya saben ustedes, no sería lo mismo. En
este momento los originales se encuentra desperdigados en millones de
cabezas humanas. Si no encontramos una solución pronto, justo en el
momento que haya muerto la última persona contempló una de esas
obras, por lo menos una de ellas ya se habrá perdido cualquier
esperanza. De momento sugiero a todas las naciones que para preservar
lo poco que nos queda se prohíba a la humanidad admirar el poco arte
que nos queda.
©Richard
Anthony Archer 2012
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