Otra operación, otra vez dolor, otra
vez volver a empezar la recuperación... Aquel extraño rifirrafe del
destino ya le estaba cansando. Vamos, que agotaba la paciencia hasta
del mismísimo Job. La resignación ya no era un algo efectivo en su
universo. Tampoco lo eran las palabras de aliento de los de su
entorno, todas ellas bienintencionadas pero incluso ya carentes de
vida. Habían sido tantas veces que no eran más que montones de
sonidos monótonos y tan inútiles como los lazos de los regalos, que
aunque bonitos nunca servían para nada ya que ni se podían utilizar
de asa para transportar la caja, ni mucho menos para sujetar el papel
que lo envolvía. Para ello existía el celo, insignificante pero
cumpliendo siempre su trabajo a la perfección.
Aun estaba grogui pero pudo alzar la
cabeza y echar un vistazo a la venda que tapaba la parte alta de su
abdomen. “Queda inaugurado un nuevo tramo en el mapa de carreteras
de mi cuerpo” ─ Se dijo con cierta ironía.
Levantó los antebrazos. Ambos pesaban
demasiado así que decidió por usar el de la derecha que además no
tenía el gota a gota. Recordó que una vez le llegó a sugerir a la
enfermera jefe que porqué no se lo implantaban, ya, de por vida. Se
lo recordaba más puesto que sin él; hasta sentía nostalgia cuando
no lo quitaban o no formaba parte de su cuerpo.
Se palpó la nariz. En la última
intervención se la partieron. No sabía si fue de un codazo, o
porque alguien se le escapó la bandeja de los instrumentos
quirúrgicos y aterrizó sobre su cara o porque se les escurrió de
la mesa de operaciones a la camilla o porque los cirujanos utilizaban
a pacientes anestesiados como gallos de pelea durante los momentos de
ratos muertos... Esta vez la nariz estaba bien. Con un fantástico
tubo nasogástrico pero no rota.
No sabía lo que le daba más miedo si
las operaciones o lo que sucedía después. Siempre se preguntaba
porque extraña ecuación siempre tenía la mala suerte de atraer
todo tipo de desgracias y/o efectos secundarios a sus
postoperatorios. Y mira que había tenido muchos...
Una vez le operaron de cataratas en su
ojo derecho. Fue una operación muy delicada y sobre todo muy
dolorosa. El oftamólogo le dijo que fuese con cuidado extremo, que
se pusiera las gotas, que evitase la luz directa, el polvo, las
corrientes de aire y una veintena de consejos preventivos. Cuando
llegó a casa, apagó las luces del salón, se quitó la venda y se
fue a colocar la gafa de sol que le habían dado en la clínica. Pues
bien, de los nervios la gafa se le escurrió de las manos y fue a
parar al suelo. Como aun veía menos que un topo se agachó a
recogerla. Al estar aun con el mareo, perdió el control y se agarró
de forma institiva a la manecilla del mueble bar. Este, del peso, se
abrió de sopetón golpeándole la cabeza y haciéndole escuchar
pajaritos en el suelo. La botella de Gin Larios no pudo soportar
tanta tensión y decidió suicidarse descendiendo por su punta
directamente hacia el centro de su ojo recién operado. El resultado:
Ceguera instantánea e irreversible.
En otra ocasión, mientras se limpiaba
en casa una de las heridas de su última y delicada operación de
estómago comenzó a sacar de entre los puntos una especie de
trocitos de plástico verde. Los fue colocando sobre la mesa como si
fuesen extrañas piezas de un rompecabezas. Cuanto más limpiaba más
aparecían y su nivel de terror iba en ascenso. Llamó al hospital y
le sugirieron rápidamente que fuese de urgencias. Y allí fue.
Diagnostico: Una venda olvidada que ya comenzaba a pudrirse. Una vez
pilló un virus muy raro en el quirófano que casi acaba con su vida.
Era una cepa tan desconocida y virulenta que tuvieron que aislar toda
la planta. Hasta salió en los periódicos.
Ahi no acaba todo... Dos semanas
después de una operación de colon, fue a hacer de vientre (le
costaba horrores desde que le habían intervenido) y descubrió como,
de entre sus nalgas, se asomaba un dedo, luego otro hasta aparecer
una mano flácida y pálida como la de una momia. Al parecer el
cirujano, vete a saber porqué, confundió su intestino grueso con la
papelera séptica, de esa donde arrojan los guantes.
Una vez acudió al hospital a operarse
de la vesícula. No sólo no le operaron de la vesícula sino que
despertó sin un riñón, con dos costillas rotas y el pié derecho
fracturado debido a un choque entre dos camillas nada más salir del
quirófano. Gracias a ellos descubrieron que se celebraban carreras
clandestinas entre camilleros. En esa ocasión el suyo no solo perdió
el trabajo sino también la apuesta. Por cierto, su camilla había
sido la que se había llevado el peor impacto.
Suspiró. Miró al techo de la
habitación. No solía rezar. Había perdido las ganas. ¿Para qué?
Si tarde o temprano algo malo le iba a suceder... Llamaron a la
puerta. Tres golpecitos. Era las primeras visitas. No tenía muchas
ganas pero había de agradecerlo de alguna forma. Es lo menos que
podía hacer...
Cuando entraron y se acercaron sonrió.
Ellos no. Le miraron con cierto horror. Enseguida puso cara de
preocupación. Comenzó a sudar. ¡Otra vez había vuelto a pasar! En
esta ocasión había regresado del quirófano sin dientes. Bueno no
del todo... Su boca, bajo la mascarilla, era un agujero negro donde
se asomaban restos de estalactitas blancas que ofrecían hacia los
demás un aspecto entre lo lo más absurdo y lo inquietante.
©Richard
Anthony Archer 2012
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