jueves, 14 de noviembre de 2013

Vuelta a empezar

Otra operación, otra vez dolor, otra vez volver a empezar la recuperación... Aquel extraño rifirrafe del destino ya le estaba cansando. Vamos, que agotaba la paciencia hasta del mismísimo Job. La resignación ya no era un algo efectivo en su universo. Tampoco lo eran las palabras de aliento de los de su entorno, todas ellas bienintencionadas pero incluso ya carentes de vida. Habían sido tantas veces que no eran más que montones de sonidos monótonos y tan inútiles como los lazos de los regalos, que aunque bonitos nunca servían para nada ya que ni se podían utilizar de asa para transportar la caja, ni mucho menos para sujetar el papel que lo envolvía. Para ello existía el celo, insignificante pero cumpliendo siempre su trabajo a la perfección.
Aun estaba grogui pero pudo alzar la cabeza y echar un vistazo a la venda que tapaba la parte alta de su abdomen. “Queda inaugurado un nuevo tramo en el mapa de carreteras de mi cuerpo” ─ Se dijo con cierta ironía.
Levantó los antebrazos. Ambos pesaban demasiado así que decidió por usar el de la derecha que además no tenía el gota a gota. Recordó que una vez le llegó a sugerir a la enfermera jefe que porqué no se lo implantaban, ya, de por vida. Se lo recordaba más puesto que sin él; hasta sentía nostalgia cuando no lo quitaban o no formaba parte de su cuerpo.
Se palpó la nariz. En la última intervención se la partieron. No sabía si fue de un codazo, o porque alguien se le escapó la bandeja de los instrumentos quirúrgicos y aterrizó sobre su cara o porque se les escurrió de la mesa de operaciones a la camilla o porque los cirujanos utilizaban a pacientes anestesiados como gallos de pelea durante los momentos de ratos muertos... Esta vez la nariz estaba bien. Con un fantástico tubo nasogástrico pero no rota.
No sabía lo que le daba más miedo si las operaciones o lo que sucedía después. Siempre se preguntaba porque extraña ecuación siempre tenía la mala suerte de atraer todo tipo de desgracias y/o efectos secundarios a sus postoperatorios. Y mira que había tenido muchos...
Una vez le operaron de cataratas en su ojo derecho. Fue una operación muy delicada y sobre todo muy dolorosa. El oftamólogo le dijo que fuese con cuidado extremo, que se pusiera las gotas, que evitase la luz directa, el polvo, las corrientes de aire y una veintena de consejos preventivos. Cuando llegó a casa, apagó las luces del salón, se quitó la venda y se fue a colocar la gafa de sol que le habían dado en la clínica. Pues bien, de los nervios la gafa se le escurrió de las manos y fue a parar al suelo. Como aun veía menos que un topo se agachó a recogerla. Al estar aun con el mareo, perdió el control y se agarró de forma institiva a la manecilla del mueble bar. Este, del peso, se abrió de sopetón golpeándole la cabeza y haciéndole escuchar pajaritos en el suelo. La botella de Gin Larios no pudo soportar tanta tensión y decidió suicidarse descendiendo por su punta directamente hacia el centro de su ojo recién operado. El resultado: Ceguera instantánea e irreversible.
En otra ocasión, mientras se limpiaba en casa una de las heridas de su última y delicada operación de estómago comenzó a sacar de entre los puntos una especie de trocitos de plástico verde. Los fue colocando sobre la mesa como si fuesen extrañas piezas de un rompecabezas. Cuanto más limpiaba más aparecían y su nivel de terror iba en ascenso. Llamó al hospital y le sugirieron rápidamente que fuese de urgencias. Y allí fue. Diagnostico: Una venda olvidada que ya comenzaba a pudrirse. Una vez pilló un virus muy raro en el quirófano que casi acaba con su vida. Era una cepa tan desconocida y virulenta que tuvieron que aislar toda la planta. Hasta salió en los periódicos.
Ahi no acaba todo... Dos semanas después de una operación de colon, fue a hacer de vientre (le costaba horrores desde que le habían intervenido) y descubrió como, de entre sus nalgas, se asomaba un dedo, luego otro hasta aparecer una mano flácida y pálida como la de una momia. Al parecer el cirujano, vete a saber porqué, confundió su intestino grueso con la papelera séptica, de esa donde arrojan los guantes.
Una vez acudió al hospital a operarse de la vesícula. No sólo no le operaron de la vesícula sino que despertó sin un riñón, con dos costillas rotas y el pié derecho fracturado debido a un choque entre dos camillas nada más salir del quirófano. Gracias a ellos descubrieron que se celebraban carreras clandestinas entre camilleros. En esa ocasión el suyo no solo perdió el trabajo sino también la apuesta. Por cierto, su camilla había sido la que se había llevado el peor impacto.
Suspiró. Miró al techo de la habitación. No solía rezar. Había perdido las ganas. ¿Para qué? Si tarde o temprano algo malo le iba a suceder... Llamaron a la puerta. Tres golpecitos. Era las primeras visitas. No tenía muchas ganas pero había de agradecerlo de alguna forma. Es lo menos que podía hacer...
Cuando entraron y se acercaron sonrió. Ellos no. Le miraron con cierto horror. Enseguida puso cara de preocupación. Comenzó a sudar. ¡Otra vez había vuelto a pasar! En esta ocasión había regresado del quirófano sin dientes. Bueno no del todo... Su boca, bajo la mascarilla, era un agujero negro donde se asomaban restos de estalactitas blancas que ofrecían hacia los demás un aspecto entre lo lo más absurdo y lo inquietante.

©Richard Anthony Archer 2012

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