Escuché ruido afuera. Me levanté de
la cama y me asomé por la ventana. El paisaje había cambiado.Donde
antes había casas ahora había bosques y colinas. Estas eran verdes,
redondeadas. Los tallos de hierba brillaban en la penumbra por el
reflejo que ejercía la luna sobre la escarcha. Pequeños cúmulos de
niebla formaban extraños lagos que se movían lentos como sonámbulos
sin rumbo. Había mucho jolgorio abajo, al pie de la casa. Pude ver a
un grupo de hombres, montados a caballo que parecían prepararse para
ir de cacería. También había gente de pie, vestidos de forma menos
elegante que parecían vitorearlos entre gritos y aplausos. Una
jauría de perros aullaba con ellos sobreexcitada, algunos de los
canes olisqueaban el suelo o tratando de llamar la atención de sus
amos que reposaban sus nalgas elegantemente sobre la silla de montar.
Yo no salía de mi asombro y por un momento pensé que estaba
soñando. Sólo el intenso frío que sentía bajo mis pies descalzos
me hizo percatarme que en realidad me encontraba despierto.
─¿Te gustan las fresas? ─Escuché de
repente justo a mi lado.
Me giré y pude verlo, sentado a pocos
centímetros de mi, sobre el alfeizar de mi ventana se encontraba un
hombre, extremadamente delgado y de mediana edad, sus pies colgaban
hacia el exterior; iba ataviado con una chaqueta larga, gris podría
decirse sucia, sobre su cabeza se posaba un sombrero de ala ancha del
mismo color que el abrigo. Me miraba con los ojos encendidos, y me
sonreía, entre una ligera barba pelirroja, de una manera sardónica
mostrando una doble hilera de dientes enegrecidos y desordenados.
Había aparecido de repente como de la nada. Asustado cerré la
ventana, corrí las cortinas y me metí en la cama, tapándome la
cabeza con la colcha y así desperté a la mañana siguiente.
©Richard
Anthony Archer 2012
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